miércoles, 18 de julio de 2007

Juan Pablo Neyret junto a Noam Chomsky

Lo que sigue es un acto de amable traición (amable por el amor), y hasta ahí nomás. Agnóstico como yo, anarquista como yo, Borges supo escribir “Sólo una cosa no hay: es el olvido” y postular al otro, al mismo, al común olvido como lo único deseable (y posible). “Espero que el olvido me salve”, rogaba él, y aquí estoy yo tratando de rescatar su memoria, de extraer de aquella fuente la imagen de los recuerdos, impresos en la imagen de la memoria, que alguna vez percibió una imagen de la llamada realidad, para crear ahora una nueva imagen, que se volcará en palabras, y provocará en quien lee una imagen más, infinitamente multiplicada en espejos.


Borges y yo
Juan Pablo Neyret




El editor de estas páginas recuerda aquí las impresiones de sus encuentros personales con el máximo escritor del siglo veinte y uno de los más grandes de toda la historia.

Lo que sigue es un acto de amable traición (amable por el amor), y hasta ahí nomás. Agnóstico como yo, anarquista como yo, Borges supo escribir “Sólo una cosa no hay: es el olvido” y postular al otro, al mismo, al común olvido como lo único deseable (y posible). “Espero que el olvido me salve”, rogaba él, y aquí estoy yo tratando de rescatar su memoria, de extraer de aquella fuente la imagen de los recuerdos, impresos en la imagen de la memoria, que alguna vez percibió una imagen de la llamada realidad, para crear ahora una nueva imagen, que se volcará en palabras, y provocará en quien lee una imagen más, infinitamente multiplicada en espejos.

Primera impresión (1981)

Borges había ido a Canal 8 para grabar una entrevista especial con Ignacio Zuleta y yo lo esperaba frente al kiosko de Luro e Yrigoyen, acompañado por mi madre como un pequeño Borges, con la ansiedad de sentir por primera vez el aura del más grande. Esa noche daría una conferencia en el Auditorium y lo acompañaban el director de Cultura, Betto Lecuna, y dos integrantes de su equipo, Carlos Balmaceda y Oscar Barrientos. Con ellos Borges iba, venía, entraba, salía, comía, hablaba. A mí sólo me quedaba extasiarme un par de minutos —el camino desde la puerta del canal hasta el coche— ante su epifanía en mi vida. Y, por supuesto, la puerta se abrió y Borges salió. Ahí estaba, y nada más. Aunque yo quería, nada más. Aquella tarde no aprendí a dominar las grandes expectativas para salvarme de los pobres resultados, pero conocí una de las caras de la decepción. Él ni se enteró de mi existencia.

Segunda impresión (1981)

Entrada del hotel Hermitage, últimos minutos de aquel día infausto, después del diálogo en el teatro, esperando su regreso, las pocas cuadras, la compañía de su hermana Norah. Me animé a saludarlo, a cruzar un par de palabras y a darle la mano. La mano: blanquísima, casi transparente, liviana y con una textura similar al polietileno por lo suave. Tiempo después me enteraría de que a causa de la fragilidad de su tacto Borges no pudo aprender Braille. Y recién al momento de escribir estas líneas me doy cuanta de que, en realidad, la primera impresión que guardé de él (porque me impresionó, y aún me impresiona) fue la de esa mano derecha, la mano de escribir.

Tercera impresión (1982)

Un fin de semana plagado de calor y de mosquitos en Buenos Aires acompañando a Betto en una minigira de contactos porteños que incluyó el sexto piso B del edificio de Maipú 994. La austeridad de la puerta con un pequeño cartel que simplemente decía (qué otra cosa iba a decir) “Borges”. La austeridad del comedor, con dos bibliotecas. Fanny, la eterna mucama. El sofá verde inglés donde se sentó, la camisa blanca prendida hasta el último botón pero sin corbata, y a sus espaldas un aparato de aire acondicionado funcionando con tal furor que nunca entendí cómo no cayó muerto de una pulmonía esa misma tarde. La charla con mi amigo, que me presentó ante él como un escritor de dieciocho años. (“Yo también, alguna vez, tuve dieciocho años”, me dijo, cordial. Yo nunca podré replicar que también, alguna vez, he sido Borges.) El hipertrofiado Toshiba que le acercaba temeroso de que se diera cuenta de que lo estábamos grabando. La cinta que debe de tener Betto con una de las últimas voces de Borges previas a la guerra del Atlántico Sur, a la conflagración entre sus dos países más amados, al atribulado nacimiento de “Juan López y John Ward”.

Cuarta impresión (1983)

Fines de agosto, la Argentina a un mes y medio de las elecciones luego de siete años de dictadura, “La Crevette” todavía en la Loma de Stella Maris y en “La Crevette”, Borges. Yo había ido con mis compañeros de facultad Adriana Derosa y Fabián Iriarte, luego de haberlo escuchado una vez más en el Auditorium y visto recibir luego de la conferencia a un grupo de muchachos ciegos en el backstage del teatro. Pedimos, rogamos, jodimos, y gracias a Susana López Merino entramos y subimos a la planta alta, donde nos presentaron. “Neyret... qué hermoso apellido” paladeó por primera y única vez esa palabra que soy yo. A Adriana le dijo gentilmente: “Usted debe de ser muy hermosa”. Cuando quedó libre la silla a su derecha la ocupé y nos pusimos a hablar de literatura anglosajona e inglesa. Me agradeció que alguien se le acercase a hablar de otra cosa que política. Lo impuse de la edición bilingüe del Beowulf de Seix-Barral, que desconocía. Me recitó un pasaje del Lamento de Déor: “No, no están las vigas ardiendo...”. Con toda intención, le recordé la estrofa de La Balada del Viejo Marinero, de Coleridge, que él había citado en dos textos como ejemplo de aliteración. A pocas cuadras del mar, empecé “The fair breeze blew, the white foam flew...”, Borges se acopló en el siguiente verso, “The furrow followed free...”, y de viva voz y marcando los acentos, acabamos juntos: “We were the first that ever burst / Into that silent sea”. Luego de ponderar la maravilla del poema, lo primero que me surgió decirle fue: “Borges, no hay como compartir, ¿verdad?”. Asintió, y empezó a hablarme de un pastor, al que había conocido en Islandia y que en su casa guardaba, colocados sobre estantes, huesos de animales. Ya habían servido el café amargo, que bebió de un solo trago. Dirigió la mano hacia el cuello para mostrarme un talismán islandés que llevaba colgado y que no vi, precisamente, porque en todo momento la mano me lo tapó. Me habló de enormes libros islandeses que tenía en su casa y me invitó a verlos cuando viajara a Buenos Aires. Cuando de pronto un hombre hecho de palabras empezó a recitar números, instintivamente anoté en el cartón que envolvía mi ejemplar de las Obras completas lo que resultó ser su teléfono. Al firmarme el libro que guardo como mi mayor tesoro dijo: “Éste es el único género literario que me queda: el autógrafo...”.

Quinta impresión (1984)

Nuevamente el Hermitage, pero de adentro y, por algún motivo, con sabor a despedida. Rafael Oteriño haciéndome subir hasta la habitación y dejándome solo por primera y última vez con él. Yo había llevado mi ejemplar de The Rime Of The Ancient Mariner (con los grabados de Gustave Doré) y, entre las páginas, una hoja con la transcripción mecanografiada de “To A Skylark”, la “Oda a una alondra”, de John Keats, con la esperanza de leerle. Recuerdo poco de esa charla que, como todas las charlas era un monólogo que todos le consentíamos. Me preguntó si en Mar del Plata seguía existiendo casino y me explicó por qué la banca siempre va a ganar en la ruleta por la existencia del cero. Me contó que estaba preparando una antología de sonetos de la lengua castellana y tuve la mala idea de recitarle el “Soneto para empezar un amor”, de Manuel Alcántara: “Ocurre que el olvido antes de serlo / fue grande amor, dorado cataclismo”, y fue también el primer soneto de la historia hecho de dos versos, cuando Borges me interrumpió para decirme: “Cataclismo... qué fea palabra”. Más valió que él filológicamente historiara que Al-cántara en árabe significa “el puente” y pasásemos a otro tema. Sereno, generoso, amable y firme, sus cuatro virtudes cardinales, me despidió cuando Rafael volvió a buscarme a los veinte minutos. La forma y las dimensiones de la suite me hicieron sentir que me perdía en una suerte de pasillo por el que la imagen de Borges se alejaba, ahora sí, definitivamente.

© Juan Pablo Neyret